Lhardy: un viaje en el tiempo

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Hace unas semanas viví una experiencia que creo que merece ser compartida. Quería invitar a mi familia política a comer en Madrid para tener un detalle con ellos, por tanto el sitio tenía que ser especial. Mi idea era la de un escenario perfecto para vivir un momento para recordar más allá de la propia comida. 

Tras varios días haciendo mi propia shortlist de restaurantes lo tuve claro: Lhardy. Por historia, por tradición y por comprobar la fama de su icónico cocido madrileño. Muchos me dijeron que no merece la pena el precio (65 euros), que se puede encontrar el mismo o incluso mejor en miles de sitios en Madrid… y más cosas por el estilo. Para no caer en prejuicios, creo que lo mejor es tener una opinión basada en la propia vivencia, así que reservé sin miramientos. Eso sí, con semanas de antelación.

Llegó el día D y la hora H. La larga espera llegó a su fin. Accedimos por la puerta situada a la derecha de su tienda en la que tantas veces he podido disfrutar de su reconstituyente consomé para subir por un estrecho pasillo a la primera planta. Ya en las escaleras se siente que estás en un sitio de otra época. Los materiales, las proporciones, los olores… un deleite para los amantes de los pequeños detalles. 

Cuentan con diversos salones y reservados, cada uno inspirado en una temática. A nosotros nos tocó el isabelino, toda una oda al clasicismo. Decoración exquisita, personal uniformado de punta en blanco, manteles bien dispuestos y un menaje acorde al entorno. La atención no pudo ser más cordial y más amable, pero sin pasar el umbral del exceso. 

Una vez sentado en la mesa comenzó el festival. Mantequilla, crudités y consomé a modo de entretenimientos a la espera del primer pasé: la sopa de fideos. Nunca, jamás, he probado un caldo así. Aluciné con su intensidad y su limpieza, con nada de grasa. El homenaje continuó con un surtido de garbanzos, verduras y un trozo de tuétano no apto para pusilánimes. Aquí destaco la cocción milimétrica del garbanzo, con tensión en la mordida y sin pellejos despegados. 

El apartado de las carnes merece punto aparte, por variedad y calidad. A cada comensal se le sirve un plato individual con chorizo, morcilla, longaniza, jamón, costilla y oreja. Te sientes como un niño en una juguetería en la que se puede coger lo que se quiera, ¡no se sabe a dónde acudir! En un momento dado tuve un arrebato de inspiración andaluza y me preparé mi propio montadito de pringá con un poquito de cada carne ensamblada con el néctar del tuétano… un pecado. 

En cuanto a los vinos, su carta tiene lo que se puede esperar. Referencias míticas con precios más comedidos de lo que tenía previsto. Cuentan con un embotellado especial de Marqués de Murrieta Reserva y de Gosset Brut Grande Réserve, que fueron los elegidos para la ocasión y que resultaron un acierto total. Son dos casas que nunca fallan.

Este homenaje culminó con el famoso soufflé Lhardy, una interpretación de la tarta Alaska que conquista en el paladar y deslumbra con su presentación. Su servicio te retrotrae a las mejores maneras de la vieja escuela hostelera.

Como resumen, ¿merece la pena pagar 65 euros (sin bebidas) por este menú? Pues depende… ¿Irías a una final de la Champions League si no te gusta el fútbol? En términos objetivos, no se puede valorar el precio exclusivamente por lo que vas a encontrar en el plato, hay que tener en cuenta que el precio incluye una experiencia en un lugar único con un servicio que no admite discusión. Si se valora esto, merece la pena desde luego. Si sólo quieres comer un buen cocido y ya, hay muchas otras opciones. Es cuestión de cada uno.

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Teléfono

915 213 385