Descubriendo el vino peruano

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La de Perú y el pisco, su bebida más emblemática, es una unión indisoluble, una asociación instantánea, pero en los últimos años el trabajo arduo y bien hecho de viticultores y bodegas está poniendo al vino peruano, poco a poco, en el mapa. Y es que no podía ser de otro modo, ya que el país andino cuenta con una larguísima tradición en el cultivo de la uva que nada tiene que envidiar a otros vecinos suyos del Cono Sur como Chile o Argentina.

Un poco de historia

La introducción de la vid en el Nuevo Mundo llegó de la mano de los conquistadores españoles allá por el siglo XV. Fue el propio Hernán Cortes, como gobernador de México, quien en marzo de 1524 impuso a cada colono la obligación de plantar mil cepas por cada cien indígenas a su servicio. Pero el primer centro vitivinícola de América como tal sería el Virreinato del Perú, en los siglos XVI y XVII. La fundación de sus principales ciudades, fundamentalmente a lo largo del litoral, trajo consigo el cultivo de los llamados “frutos de Castilla”, entre ellos la uva, aunque, curiosamente se cree que la primera vid que llegó a estas tierras, traída por el marqués Francisco de Carabantes, fue originaria de las islas Canarias.

Los viñedos se multiplicaron y pronto llegó la elaboración de los primeros vinos tanto para celebrar las misas como para consumo doméstico. Las crónicas de la época apuntan a la hacienda cuzqueña de Marcahuasi como el escenario de la primera vinificación en Latinoamérica. A mediados del siglo XVI se inició la comercialización, siendo Lima y Potosí sus principales mercados. La primera, entonces, estaba considerada como la capital de las Indias, y la segunda era el más importante centro minero mundial, donde el vino incluso formaba parte de los salarios.

El auge del vino peruano en el virreinato fue tal que empezó a suponer una seria amenaza para aquel que se producía en España y su comercio. Por ese motivo, en 1595, Felipe II promulgó una Real Cédula por la que se prohibía “plantar viñas en las Indias Occidentales” y se gravaba de forma importante su venta e importación. Aunque los viñedos en Perú no dejaron de cultivarse ni sus frutos de vinificarse, el mandato del rey puso trabas a un mayor crecimiento del vino peruano. Un freno al que también contribuyeron, a lo largo de los años, los frecuentes estragos de la naturaleza en forma de desastres como erupciones volcánicas, terremotos, inundaciones y sequías; la incidencia, a finales del siglo XIX, cómo no, de la filoxera; la guerra con Chile y el auge de otras bebidas como el aguardiente de caña o de otros cultivos como el algodón, por el que muchos viticultores sustituyeron sus cepas.

El letargo del vino peruano se acentuó por comparación con el despegue de este sector en sus más directos competidores: Chile y Argentina. En los últimos diez años esta tendencia está empezando a revertirse gracias a las importantes inversiones realizadas por productores, independientemente de su tamaño, y no solo para ampliar la superficie de sus viñedos, sino también para modernizar sus bodegas y las técnicas tanto en el campo como en la elaboración, recurriendo para ello a los más experimentados profesionales del sector. Así encontramos ejemplos como el de Viñas Queirolo, una de las bodegas punteras del país, que, en 2003 para la plantación de nuevos viñedos en el valle de Ica, recurrió a la asesoría de Mercier Group, empresa francesa líder mundial en este sector, además de fichar, en 2019, al enólogo mendocino Luis Gómez para liderar su equipo técnico.

Iniciativas como la celebración desde 2016 del Salón del Vino Peruano o la presentación en su última edición, celebrada el pasado mes de junio de 2021, del primer mapa de regiones del país dan buena idea de este resurgir vinícola.

Seis regiones 

El flamante documento establece en Perú seis regiones diferenciadas. Según datos de 2019 de la Organización Internacional del Vino y el Viñedo, el país andino cuenta con 48.000 hectáreas cultivadas y es el único del continente americano cuya superficie plantada viene experimentando un continuado crecimiento en los últimos años. De norte a sur, siguiendo la costa peruana, encontramos las regiones de Lima, Ica (dominada por su valle es la más importante con el mayor número de bodegas), Arequipa, Moquegua, Tacna y ya, en el interior, Apurímac, donde se enclavan, a entre 2.850 y 3.300 metros sobre el nivel del mar, las parcelas más elevadas del país.

Plano inspirado en el primer mapa de regiones de Perú.

La concentración en la costa del viñedo peruano no es casual. La variedad de suelos, la escasez de lluvia, la influencia del Pacífico y sus vientos, y, al mismo tiempo, la cercanía de los Andes, con diferentes altitudes, han hecho posible la perfecta adaptación tanto de las variedades patrimoniales (las traídas por los españoles) como de las criollas y de las principales uvas de origen francés.

La Malbec es la casta noble más cultivada en Perú, seguida de la Cabernet sauvignon y la Sauvignon blanc. De las introducidas por los conquistadores y los misioneros, destacan la Albilla (también conocida como Listán blanco o Palomino fino), con la que se elaboran varietales blancos secos, blends e incluso espumosos, la expresiva Moscatel de Alejandría también llamada Italia (la blanca más plantada en Perú) y la Negra Criolla (Listán prieto o Palomino común) empleada para claretes. En lo que se refiere a las uvas criollas, la reina indudable es la Quebranta, protagonista también de rosados, por su baja concentración de antocianos, pero con una paleta aromática frutal variada que abarca desde frutos rojos (ciruela, cereza, frambuesa o fresa) hasta manzana y pasa. Un escalón por debajo en presencia se sitúa la blanca Torontel, familia de la Torrontés, una uva que da vinos de aromas florales, cítricos y tropicales.

En líneas generales, los vinos que regalan estas variedades se caracterizan por su buena carga frutal y acidez, dada la cercanía del océano. Al paladar resultan fáciles de beber y nada pesados, lo que les convierte en vinos muy versátiles gastronómicamente hablando. Precisamente la facilidad de su maridaje en comparación con el pisco es otra de las razones del despegue del vino peruano en su propia tierra. No en vano y conscientes de ello, las más importantes bodegas del país conjugan la elaboración de ambos, como es el caso de la ya citada Viñas Queirolo y otras grandes casas como Tabernero, Vista Alegre, Ocucaje o Tacama, firma que se precia de contar con el primer viñedo de Sudamérica, y de origen canario, plantado en 1540 por el marqués de Carabantes. El círculo se cierra.