Vino y queso, por Clara Diez

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Una de las cosas que tienen en común vino y queso, además de otras muchas, es su capacidad para generar opiniones polarizadas. O te gusta el camembert o no te gusta. O te vuelve loco el vino dulce o no lo entiendes (en absoluto). Casi como si de una cuestión política se tratase, vino y queso alinean a las personas en pro de una preferencia gustativa con pasmosa facilidad. No hay medias tintas: prueba a servir en el plato de un comensal, al que los olores amoniacales de un camembert le generen rechazo, un pedacito de este queso y verás como el pedacito sobrevive el convite completo (sobremesa incluida) sin ni siquiera sentir el roce del cuchillo. El susodicho ni lo mirará.

Tenemos opiniones fuertes al respecto del queso y del vino. Nos permitimos el lujo de poner nuestras cartas sobre la mesa: o me gustan, por ejemplo, los quesos azules o no me gustan. ¡Eh! y no intentes que me cambie de bando: en términos de queso y vino, lo que pase en mi paladar lo decido yo, y nadie más. Y no tiene que ver con ser más o menos conocedor de la idiosincrasia de cualquiera de ambos mundos, ya sea el lácteo o el de la uva. Sin necesidad de entrar a profundizar en materia, todos tenemos una opinión fundada al respecto con solo probar, y, normalmente, esta opinión es rotunda e inamovible.

La realidad es que ambos productos y sus culturas son tan complejos e inabarcables, así como su origen rudimentario, básico y crudo, que tienen la capacidad de generar placer o aversión a partes iguales. Y lo logran como probablemente pocos alimentos tienen capacidad de hacerlo, llegando a lo más profundo del sistema cognitivo y vinculándonos con emociones primarias como ningún otro producto.

No en vano, ambos vieron la luz fruto de accidentes naturales a los que, en primera instancia, se les prestó atención como mera fórmula de aprovechamiento de la materia prima de la que provenían: leche en proceso de acidificación y cosechas que, de no ser transformadas en vino, hubiesen sido irremediablemente desaprovechadas.

En las antípodas de las sociedades, la posibilidad de transformar estos productos en nuevas creaciones, con vidas útiles muchísimo más largas, marcó un antes y un después en la forma en la que los humanos entendíamos los productos susceptibles de ser fermentados y hacíamos uso de ellos. Sin embargo, su grandeza viene después: ambos productos han creado una cultura en torno a sí mismos sin precedentes, sobrepasando con creces el valor de su materia prima inicial. 

Lo que en principio fue concebido como un subproducto, se convirtió en símbolo cultural per se, definiendo sociedades, regiones, y el devenir gastronómico de cada rincón poblado del planeta donde hubiese tierra fértil donde criar ganado y plantar unas vides. La evolución de las sociedades está fuertemente definida por la capacidad que el ser humano ha tenido de crear valor en dos productos tan ‘’terrenales’’ como son la leche y la uva, que escondían, sin que nadie lo supiese, la base de los que serían los dos productos clave de cualquier mesa, de cualquier reunión o evento social que se precie, desde las comidas en casa hasta los banquetes en palacios, a lo largo de toda la historia de la humanidad. 

Será por eso que tenemos opiniones fuertes en torno al queso y al vino: son parte de nuestras entrañas, y como tal, están vinculados a lo más profundo de nuestro conocimiento gustativo de una manera casi intuitiva. Sus aromas nos atraen o nos alejan, nos atrapan o nos generan rechazo… pero siempre nos hacen reaccionar, apelando a lo más profundo de nuestro carácter y democratizando así a todos los paladares del planeta, pues, sin miedo a equivocarnos, cada uno de nosotros percibe estos productos de manera diferente. Y estos despiertan en nosotros tantas sensaciones como bocas hay sobre la faz de la tierra. 

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Clara Diez es fundadora de Formaje y activista del queso artesano.