Entrevista a José María Vicente

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Cuando entrevisto a un bodeguero acudo a una pregunta recurrente sobre cómo aprendió a elaborar vino. Una cuestión para nada accesoria cuando el proyecto no arranca desde una saga familiar bodeguera. Las variopintas respuestas que me dan se podrían dividir en dos grandes grupos: los que se han formado a conciencia y los que han aprendido por puro instinto.

José María Vicente, al frente de Casa Castillo, es un autodidacta y pertenece a este segundo grupo. Su padre era muy aficionado al vino y en esta familia la gran biblioteca no contenía precisamente libros, estaba llena de botellas. Y es que José María no sólo abrió botellas como quien elige libros para aprender de otros mundos, también viajó y mucho, especialmente a las zonas donde se producen los vinos más admirados en todo el mundo.

Catar vinos es como viajar y todos sabemos que viajar es lo mejor para abrir mente y espíritu. Me he preguntado si es parte de la razón por la que en Casa Castillo los vinos tienen una personalidad tan diferenciadora a lo que impera en Jumilla. Para despejar la incógnita entrevisté a José María Vicente y se lo pregunté directamente.

¿Serían iguales tus vinos si no hubieras probado tantos?

Sería imposible. Para mí los vinos son como si acabara de leerme un libro. Va más allá del disfrute, mi aprendizaje es conocer al productor, la añada, las variedades en esa botella, es una lectura de algo que al final se transmite en mis vinos.

Catando tantos vinos no se aprende una fórmula, se aprende una filosofía, una educación y al final todo se termina transmitiendo en lo que hacemos en Casa Castillo.

«Fuera la Tempranillo y fuera la Cabernet del viñedo».  ¿Fuiste tú el que dijo estas palabras?

La postura era muy complicada porque, en primer lugar, estamos hablando de unas viñas que plantó mi padre y que yo no podía arrancarlas y desecharlas sin más. No digo que sean malas, pero en Casa Castillo nos apartaban mucho de los aromas mediterráneos, hay que recordar que todo el viñedo está en secano. La Monastrell se asocia más a variedades como la Garnacha, Syrah, Cariñena y creo que se prestan más a lo que debe ser un vino mediterráneo. La Syrah y la Garnacha son de maduración tardía, aguantan bien la sequía y el calor, y los suelos calizos les proporcionan un plus de mineralidad. Pero la tipicidad de Jumilla es Monastrell, de esto no hay duda.

La Garnacha fue la última en llegar, ¿es la que más sorpresas os ha dado? 

Cuando conocimos las variedades del Ródano, en ese momento el color estaba muy valorado y la Syrah era más coloreada, por lo que ganó la partida en el viñedo pero siempre hemos sido grandes aficionados a la Garnacha. De hecho en casa siempre hemos dicho que la Garnacha es la Pinot noir del mediterráneo.

En El Molar vuestra Garnacha huye de la potencia, tiene más frescura y mucha fruta: ¿es el suelo?

En el año 2000 plantamos unos cinco tipos de garnachas distintos, eran selecciones masales de distintas áreas mediterráneas. Había de todo y curiosamente decidimos quedarnos con una que venía de Cerdeña. Es en realidad nuestra Garnacha española modificada por 200 años de vida en Cerdeña. Estamos muy contentos con los resultados, la acidez alta de la variedad hace de El Molar un vino muy fluido y diferente, y es que en esta zona los vinos son más gordos.

¿Cómo os veis dentro de Jumilla?

Somos pequeños dentro de Jumilla. Jamás habríamos pensado dedicarnos al mundo del vino, por eso nos conformamos con lo que hemos conseguido. No queremos hacer más, ni ampliar la finca y la bodega, mantenemos nuestro clientes y nuestro negocio. Nos llaman afrancesados pero es que es nuestro estilo: no hay madera, no hay sobreextracción, nuestra línea es muy clásica, con nombres del lugar, de la parcela. Valtosca, Las Gravas y Pie Franco son buenos ejemplos de ello.

Foto de portada © Sofía Moro