El Este que renace

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Cuando pensamos en vino, las primeras imágenes que nos vienen a la mente suelen ser las colinas de la Toscana, los viñedos de Burdeos o las soleadas fincas de Ribera del Duero. Sin embargo, más allá de estos clásicos, existe un mundo vinícola que late con fuerza propia: el del este de Europa y el Cáucaso, la cuna del vino.

Desde las islas volcánicas de Grecia hasta las montañas de Armenia, pasando por Moldavia, Rumanía o Eslovenia, estas tierras están recuperando su legado milenario a través de variedades autóctonas, prácticas ancestrales y una conexión íntima con el clima y el suelo. La diversidad de microclimas —la salinidad mediterránea, las nieblas de los valles, la altitud de los macizos y los veranos secos del interior— moldea el carácter de cada viñedo. Pero no lo hace sola: bajo tierra, los suelos cuentan su propia versión del origen. 

En Santorini, la roca volcánica aporta nervio y tensión; en Georgia, las arcillas y calizas conservan la memoria de miles de cosechas; en Armenia, las gravas aluviales oxigenan las raíces; en Moldavia, el loess fértil da estructura y profundidad; y en Eslovenia, las margas confieren elegancia y precisión. Clima y suelo se entrelazan como una firma invisible que se revela en la copa, en su textura, aroma y huella mineral que deja presente en cada sorbo. Porque el vino no solo lo hace el viticultor, sino también la tierra que lo sostiene y el tiempo que lo acompaña. En estos paisajes, el vino no solo se bebe: se escucha, se recuerda y se siente. A fin de cuentas, es aquí donde nació nuestra bebida predilecta.

Grecia: vinos con alma ancestral

Viñedos de Ktima Gerovassiliou en Epanomi, en el norte de Grecia
Viñedos de Ktima Gerovassiliou en Epanomi, en el norte de Grecia

Además de ser la cuna de la democracia, la filosofía y el teatro, Grecia posee una de las tradiciones vinícolas más antiguas del mundo. Desde hace más de 3.000 años, el vino ha sido parte esencial de su cultura. Sin embargo, tras siglos de guerras, ocupaciones y olvido, fue a finales del siglo XX cuando comenzó una revolución silenciosa en sus viñedos.

Hoy, el país heleno vive un renacer vitivinícola impulsado por productores que han apostado por variedades autóctonas, prácticas sostenibles y métodos ancestrales. Allí han encontrado una diversidad de climas sorprendente: desde las brisas salinas de Santorini hasta las nieves del norte en Macedonia. Este mosaico geográfico permite crear referencias con una identidad marcada y un carácter profundamente mediterráneo.

Entre las uvas blancas destaca la Assyrtiko, originaria de Santorini, famosa por su mineralidad, frescura y longevidad. Otras como la Malagousia y Moschofilero aportan aromas exóticos y una gran versatilidad gastronómica. En el terreno de las tintas, la Xinomavro es la gran estrella del norte: austera, potente, con taninos firmes y gran capacidad de guarda, a menudo comparada con la Nebbiolo italiana. Más al sur, la Agiorgitiko ofrece vinos sedosos, frutales y amables.

Una tendencia fascinante en Grecia es el regreso a las tinajas de barro o pithoi, una técnica que se remonta a la Antigüedad. En regiones como Creta o el Peloponeso, algunos enólogos están redescubriendo estos métodos, elaborando vinos naturales, sin sulfitos añadidos, con una expresión pura del terroir. Gaia Wines, Ktima Gerovassiliou o Vassaltis están marcando el rumbo del nuevo vino griego, combinando innovación y respeto por la tradición.

Recolectando uvas en Vassaltis, Santorini
Recolectando uvas en Vassaltis, Santorini

Georgia: la casilla de salida

En las colinas del Cáucaso, en lo que hoy es Georgia, ya se elaboraba vino hace más de 8.000 años. Esta tierra milenaria no solo es reconocida como la cuna del vino, sino también como el origen de los famosos orange wines. Esa memoria líquida aún respira en los qvevri —ánforas de barro enterradas en la tierra— donde el vino fermenta con sus pieles, fiel a una tradición que ha sabido resistir al tiempo. Dicha forma de vinificación, reconocida por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2013, permite una fermentación natural, sin intervención química ni control artificial de temperatura. ¿El resultado? Vinos de color ámbar, cuerpo denso y una intensidad aromática inusual. Las variedades Saperavi (tinta) y Rkatsiteli (blanca) protagonizan esta revolución de vuelta a las raíces.

En los últimos años, el interés global por el vino natural y de mínima intervención ha llevado a que muchos productores fuera del Este adopten esta técnica ancestral. Incluso algunas bodegas importan qvevris georgianos para elaborar sus vinos según este método.

Tinajas enterradas (qvevris) utilizadas en la viticultura tradicional del Cáucaso, en Georgia
Tinajas enterradas (qvevris) utilizadas en la viticultura tradicional del Cáucaso, en Georgia (Fuente: https://timatkin.com/)

Armenia: altura y autenticidad

En Armenia, país vecino geográfica y culturalmente de Georgia, se han encontrado restos de vinificación que datan de hace más de 6.000 años en la cueva de Areni. Allí crece la variedad autóctona Areni noir, cultivada en viñedos montañosos, que entrega vinos elegantes, minerales y llenos de frescura.

Aquí, el uso de tinajas subterráneas, conocidas como karases, también se remonta a milenios atrás. La célebre Cueva Areni-1 alberga la bodega más antigua conocida del mundo. Aunque aquella instalación ancestral no está en funcionamiento, hoy existe una casa moderna justo frente a la cueva: Nor Areni Winery, fundada en 2019 y comprometida con rescatar esa tradición milenaria.

Moldavia: identidad redescubierta

Bodega Te Wā Wines localizada en Ștefan Vodă, región ubicada a tan solo 70 kilométros del Mar Negro
Bodega Te Wā Wines localizada en Ștefan Vodă (Moldavia), región ubicada a tan solo 70 kilométros del Mar Negro

Más al norte, Moldavia está dejando atrás su imagen de país productor de vino a granel para recuperar el prestigio perdido. Con algunas de las bodegas subterráneas más grandes del mundo y uvas locales como la Feteasca neagră y la Rara neagră, el país brinda tintos y blancos con identidad, bien elaborados y muy accesibles. Chateau Cristi y Te Wā Wines lideran el sector, empleando variedades autóctonas y las francesas Chardonnay, Pinot noir, Cabernet sauvignon, Merlot o Malbec.

Eslovenia, Rumanía y República Checa: trío de ases

Eslovenia, con su cercanía cultural a Austria e Italia, elabora vinos de gran elegancia alpina. En la región de Goriška Brda se producen blancos expresivos a partir de la Rebula (uva conocida en Italia como Ribolla gialla), mientras que el valle del Drava destaca por sus Sauvignon blancs frescos y precisos. Bodegas como Movia, Simčič y Batič son ampliamente reconocidas por su excelente relación calidad-precio.

Bodega Simcic
Barricas de Simčič Marjan en Eslovenia

Por su parte, en Rumanía, la recuperación de las cepas autóctonas también ha sido clave en la renovación del panorama vinícola. Fetească albă, Fetească regală y Fetească neagră viven hoy una auténtica revalorización. En el sur del país, la influencia del Danubio y los Cárpatos crea un entorno ideal para vinos expresivos y equilibrados.

Finalmente, la República Checa, especialmente la región de Moravia del Sur, es tierra de blancos aromáticos y espumosos vibrantes. Allí conviven Riesling, Chardonnay, Grüner veltliner y Müller-Thurgau con variedades locales y una creciente escena de vinos naturales.

Una mirada hacia el futuro

Adentrarse en los vinos de Europa del Este y el Cáucaso es como abrir un libro antiguo lleno de secretos que cobran vida en cada sorbo. No se trata solo de la calidad que se siente en la copa, sino de todo lo que lleva consigo: la memoria de generaciones, la impronta del suelo y el ritmo de un paisaje que ha moldeado cada racimo.

Hoy, aún están fuera del radar de muchos, pero quizá allí resida su mayor valor: son descubrimientos por hacer, etiquetas que nos conectan con lo más esencial que es su origen, honestidad y misterio. Desde los vibrantes blancos de Santorini hasta los tintos de altura en Armenia, el Este nos recuerda que, a veces, hay que mirar hacia las raíces para encontrar el futuro del vino.

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Graduada en Ciencias de la Información por la universidad Complutense de Madrid y la Sorbona de París. De padre español y madre francesa, Laura abraza el arte, la literatura y la gastronomía de los dos países que dividen su corazón. En la actualidad, presenta especial interés por el mundo del vino y todo lo que le rodea, uniéndose así al gran equipo de Bodeboca.